Fotografía de Isidro Roche (Octubre 2015)




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martes, 22 de mayo de 2012

LAS LÁGRIMAS DEL MONCAYO

"Por una mirada, un mundo;
 por una sonrisa, un cielo;
 por un beso.....yo no sé
 que te diera por un beso"

El autor de estos bellos versos, una de las figuras mas importantes de nuestro romanticismo, refleja en uno de sus relatos escritos desde su reclusión en el Monasterio de Veruela, toda la influencia del Monte Cano, (Montcano), MONCAYO, en las gentes que han vivido en sus faldas.
Surgiendo multitud de leyendas, narradas a través de los tiempos y siempre transmitidas con el encanto y la magia, que este bello monte esconde.

Os dejo con el relato, tal como fue escrito por Gustavo Adolfo Becquer el 4 de Mayo de 1864.


Las Lágrimas del Moncayo


Son las siete y cuarto. Yo no sé qué manía ésta la mía de levantarme tan
temprano, pues no he de hacer otra cosa en todo el día que no sea disfrutar
del paso perezoso de las horas a que me ha sometido esta enfermedad.
Afortunadamente es primavera. El invierno fue especialmente duro para
mí. Y, supongo, que aunque posiblemente en menor medida, también lo fue
para el resto de los vecinos. Desde esta ventana, ojo espiritual de mis
padeceres, veo que el Moncayo todavía guarda algo de nieve que ya muy
pronto se convertirá en frescos torrentes que cruzarán inevitablemente la
maleza en busca del llano.
El sol parece haberse despertado con ganas de vivir. ¡Qué envidia!.
Recuerdo haber escuchado, medio dormido, los primeros cantos de los
monjes que, casi despertando al alba, han salido de sus celdas camino de la
iglesia. Y el murmullo lejano de sus oraciones, casi susurradas, intentando
reconciliarnos con Dios a quienes día a día nos alejamos de su paso.


Muy pronto se abrirá paso en el silencio el repicar brónceo de las
campanas de la iglesia de Litago llamando a los fieles a misa primera. Y
acudirán, como todos los días, las viejas y los ociosos pues ya andarán
camino del Moncayo los pastores guiando sus rebaños de ovejas por las
barranqueras y caminos.
Mientras, decenas de azadas se hundirán una y otra vez en las huertas,
más estos días que me han dicho en Vera que hay buen tempero. ¡Cuánto
se reía de mí fray Alberto la otra tarde comentando mi ignorancia, casi
vergonzante, de las labores del campo! ¡Qué voy a saber yo lo que es
sarmentar, Dios mío!.
Poco a poco, he de reconocerlo, y gracias a mis escapadas a la cantina de
Vera voy conociendo algo más de la difícil vida cotidiana de los vecinos de
estos pueblos. Así, entre vaso y vaso de un vino que, en honor a la verdad,
es de lo mejor que he probado en mi vida, me van contando sus vidas con
más penas que glorias, pero con una dimensión humana que sólo se puede
encontrar en estos pueblos pequeños. Tertulias en torno a un vino. Tal vez
algún día escriba un artículo para el diario de Sevilla sobre esto. Pero dudo
que lleguen a comprenderlo. ¡Ah, el Moncayo! Cómo condiciona a las
gentes que cobija… Se va a hacer tarde para el desayuno y voy a tener que
escuchar –como tantas y tantas veces- la reprimenda de fray Andrés que se
pone hecho una fiera cuando se le enfría la leche. “¿Para eso madrugo para
ordeñar las vacas?” -me riñe- “¿para que usted llegue siempre tarde?”
¡… En fin!.
Bajo volando. “¿Se ha caído de la cama?”, me dirá.
Una carreta, cruzando el umbral porticado, se ha detenido frente a la
hospedería. Es el correo. Fray Anselmo conversa animoso con Juan, el de
Borja, que como todos los lunes trae las cartas que al menos no te hacen
sentirte tan solo entre estos muros. Y, parlanchín él, informa de cuanto
acontece en la Comarca y el monje se lleva las manos a la cabeza y con un
¡Dios mío!, que leo en sus labios desde mi ventana reprueba los jocosos
comentarios de los amoríos descarriados de alguna dama supuestamente

honesta de un pueblo que ¡para qué voy a nombrar!. Juan ríe
estrepitosamente y con un ¡venga padre, que esto es el mundo! sacude con
fuerza las riendas del caballo y traqueteando marcha con su carreta hasta
la próxima semana.
La actividad en el monasterio es ya avanzada. Allí, al fondo, fray Antonio
saca agua del pozo para regar unas lechugas que tienen muy buena vista.
Unos se ocupan de la tierra mientras otros limpian las caballerizas o barren
afanosamente el patio de entrada al claustro. Desde la huerta fray Ángel me
saluda con la mano y me sonríe. No le gusta –dice- verme triste. Se lo
agradezco y le devuelvo el saludo.
Esta mañana no tengo ganas de escribir. Me falta la inspiración. Tal vez
necesite un paseo por la arboleda o mejor perderme por alguno de los
senderos que serpentean el Moncayo y sentarme junto a una fuente donde
dejarme llevar por el susurro del agua al golpear incesantemente la piedra.
Por fin me he decidido. Aprovecharé la mañana para ir a Trasmoz y
visitar al tío Juanín, que desde que lo conocí es una de las personas que más
me ha impresionado por su sencillez y, sobre todo, por su bondad. Allí
estará haciendo canastillas o cestas para llevar el rovellón -“rebollón” lo
llaman aquí- y contándole a los chiquillos del pueblo unas y otras historias
de brujas y aquelarres, o de cualquier otra de sus vivencias a lo largo de sus
casi noventa y dos años.
Reconozco que alguna de mis historias ha venido inspirada por el tío
Juanín.
Luego llegaré hasta Litago y comeré un sabroso ternasco en la fonda de
Doña Mercedes que guisa como los ángeles (si estos guisaran, claro).
“¿Cómo está usted? ¿cuánto hace que no venía por aquí? ¿cómo se
encuentra? ¿va a quedarse a comer?”...Casi no puedo ni contestarle a la
primera de sus preguntas. “¡Esta mujer mía no para de charrar!” –media
Eusebio, su marido- mientras se seca las manos en un delantal. ¿Qué
milagro por aquí?...“Ya ve”, le respondo. “Vengo de Trasmoz y el camino

me ha abierto el apetito. ¿Tendremos ternasco, verdad?. Venga pues,
unas costillas y un buen tinto”.
De las ocho mesas que ocupan el comedor, más limpio que espacioso, tan
sólo tres y la mía tienen comensales. En la barra, media docena de hombres
charlan animosamente y, de vez en cuando, piden a Eusebio que les sirva
otro vaso.
El más viejo de ellos, Pedro, el de Grisel, -me dice Mercedes al oído que se
llama-, parece que está contando al resto alguna historia por la cara de
atención que ponen los demás. De repente, todos salvo Pedro guardan
silencio y escuchan entre asombrados e incrédulos, pero sí curiosos. Sin casi
darme cuenta yo mismo estoy prestando atención. Perdón por mi
indiscreción, pero el tema me gusta. Está contándoles una leyenda del
Moncayo.
“Cuentan” –está diciendo Pedro- “que hace muchos años un cazador
venido de lejos salió muy de mañana de cacería junto con otros hombres y
sus lacayos. El cazador alardeaba de ser el mejor de la provincia y juraba no
haber salido un solo día de caza sin haber cobrado varias piezas mayores y
menores. Apostó ,de hecho, una buena cantidad de dinero con sus
acompañantes a que mataría más animales que el resto de sus compañeros.
‘¡Os vais a enterar!’ Les decía soltando una risa que multiplicaba el eco del
Moncayo”.
“Varias horas llevaban caminando viendo a lo lejos las primeras casas de
Alcalá pequeñas por la distancia y no habían tenido ocasión de realizar
disparo alguno. Comenzaba el cazador a sentirse molesto y maldecía su
suerte con blasfemias e improperios. Los otros cazadores, más resignados
por su suerte, se miraban entre sí sin intercambiar palabra alguna.
Llegando a un claro pararon a almorzar. Del zurrón sacaron una hogaza
de pan y longaniza, y estrujaron de buena gana la bota de vino que uno de
ellos había llevado colgada al hombro. Ni siquiera en tan suculenta
circunstancia dejó el hombre de mostrar su ira. De vuelta al monte
caminaban separados unos metros uno de otro cuando el más joven de los

cazadores disparó su escopeta contra un jabalí que abatió ayudado por los
disparos de su compañero más próximo. ‘¡Aquí, aquí!’ Gritaban ambos y
todos, salvo el protagonista de esta historia, corrieron hacia los afortunados
cazadores para felicitarlos. Muy al contrario el malhumorado cazador
continuó caminando como si nada hubiese sucedido”.
Llegado aquí, Pedro tomó un respiro para pedir otra ronda a Eusebio, que
seguía con atención el relato, sirvió al momento. “¡Échate un vaso, Eusebio,
que pago yo!”.
Yo seguía en mi mesa junto al ternasco que había dejado enfriar por
poner más atención en la historia que escuchaba que en el plato.
“Poco más tarde” –prosiguió Pedro- “otro de los cazadores disparó sobre
otra pieza, una enorme liebre que recibió en pleno salto un disparo mortal.
Volvieron las felicitaciones y creció el mal genio del hombre. Aún no habían
terminado las palmadas en la espalda cuando un ciervo saltó de un
matorral en dirección opuesta a los cazadores y comenzó a alejarse. Justo
llegó cerca del último cazador de la línea que no falló su disparo. El ciervo
continuó unos metros corriendo y comenzó a tambalearse cayendo muerto
junto a un arroyo. el trofeo había merecido la caminata. Hubo más piezas,
más disparos y más alegría. En todos, excepto en el presumido cazador que
no había realizado un solo disparo. Fue tal su enfado que sin despedirse de
sus compañeros dió media vuelta y se dirigió a Alcalá, donde le esperaba
un carruaje. Cuatro gritos despertaron al carretero que atizó con fuerza las
riendas saliendo a toda velocidad por el empolvado camino. ¡Este monte del
Diablo no se reirá más de mí! -repetía una y otra vez mientras golpeaba con
fuerza la portezuela del carro”.
“¡Venga, ahora invita la casa!” hizo un receso Eusebio, y sirvió tinto para
todos. Aproveché yo para beber del mío y volver a la conversación.
“Y a fe que lo hizo. El cazador volvió días más tarde y lo vieron merodear
por el bosque del Moncayo. Marta, la hija menor de los panaderos de Añón,
de siete años, se había alejado lo suficiente del pueblo como para llegar a
perderse. Comenzó a caminar por un sendero alejándose ,entre sollozos,

más y más de su casa. Pronto cundió la alarma en su familia que se hizo
extensible a todos los habitantes. Los más jóvenes se adelantaron a los
viejos en salir a buscarla. ¡Marta! ¡Marta! Gritaban. Y se hizo la noche. La
preocupación se reflejaba claramente en los rostros de los mayores y los
jóvenes disimulaban su angustia dándose ánimos unos a otros. De repente
el corazón de uno de los jóvenes se heló: ‘¡Fuego! ¡Hay fuego en el monte!’.
Y Marta estaba allí, en algún lugar, perdida en el bosque del Moncayo.”
“Luego se supo” –explicó Pedro- “que aquel malvado cazador había
provocado el incendio del monte para destruirlo y vengarse de su mala
fortuna en la cacería.
(¡Mal nacido! –pensé, y seguí escuchando).
“Los de Añón cortaron ramas de los árboles con las que golpeaban sin
descanso los matorrales que ardían extendiendo su fuego como una
exhalación. ‘¡Se nos va de las manos, esto no hay quien lo pare!’ se
lamentaba un anciano que, pese a su cojera, deambulaba de un lado para
otro gritando el nombre de la pequeña”.
“Nadie dormía en el Somontano. Sólo los más pequeños parecían ajenos
a lo sucedido y jugaban en los portales cerca, sí, de las abuelas que
contemplaban el resplandor del fuego en la noche, masticando oraciones.
Mientras, seguían llegando carros repletos de personas de todos los pueblos
de la zona para unirse a la búsqueda de la pequeña.
La desesperación era absoluta”.
“De repente sucedió lo que nadie esperaba. Un ensordecedor trueno
pareció surgir de las entrañas del Moncayo y comenzó a llover. ‘¡Llueve!’.
Las llamas fueron apagándose. Parecía como si el monte no hubiese
permitido lo que estaba sucediendo. Se había enfadado el Moncayo. El agua
calaba hasta los huesos y los hombres se mostraron alborozados por la
inesperada ayuda. Sólo una densa cortina de humo se elevaba ahora hacia
el cielo. Pero Marta estaba allí, en algún lugar”.

“Ahora ya, sin el temor al fuego, la busca parecía más fácil. Sin embargo
el monte es tan extenso... En el interior de todos y cada uno de los vecinos
permanecía viva la esperanza. Marta era tan pequeña... ‘¿Habría podido
refugiarse en algún lugar y evitar las llamas?’ Pero ‘¿dónde?. ¿Cómo iban a
encontrarla en plena noche?”.
“Cuentan” -siguió Pedro que de repente fijó sus ojos en mí como
intuyendo mi interés por el relato- “que el Moncayo, prendado de la
inocencia de la criatura, quiso ayudarles”.
“Marta se había cobijado durante el incendio en una pequeña cueva, casi
madriguera, y lloraba amargamente llamando con un hilillo de voz a sus
padres. Las lágrimas resbalaban por sus mejillas yendo a parar al suelo.
¿Cómo podía ayudarla el Monte?”
“Y el Moncayo lo hizo.
Las lágrimas de la niña caían sobre las piedras y se iban convirtiendo en
pequeños trozos de metal brillante que rodaban ladera abajo. La luz de la
luna los iluminaba en su camino pareciendo pequeñas estrellas que
correteaban Entre la maleza. Los lugareños, ajenos a esta extraña
circunstancia, seguían buscando”.
“Un pastor de Ambel que velaba sus ovejas en una paridera de
Valjunquera se percató sorprendido de cómo llegaban desde el monte
pequeños cuadritos de metal brillante que se iban depositando, uno tras
otro, muy cerca de su rebaño que se mostraba nervioso e inquieto. Eran
como lucecitas que adornaban el prado. Nunca había visto nada parecido.
Dejó su cayado apostado en la pared del corral y salió corriendo hasta el
pueblo llegado al cual comenzó a dar voces para alertar a sus vecinos.
‘¡Corred, venid! Hay algo en Valjunquera’. “¿Qué ocurre Manuel?’,
intentaban serenarle en vano’. ¿Son trocitos de metal brillante que van
llegando del Moncayo!”.
“Todos se apresuraron para llegar hasta el prado donde el espectáculo era
sobrecogedor. Comenzaron a subir ladera arriba por el monte, siguiendo el
rastro de las piedrecillas de metal que bajaban sin dar crédito a cuanto

estaban viendo. Llegaron a encontrarse con quienes llevaban ya varias
horas intentando localizar a la chiquilla y poco a poco se fue uniendo a ellos
más gente que seguían el rastro del brillante acontecimiento”.
“¡Aquí, aquí! ‘grito un joven. Aceleraron todos el paso y allí estaba la niña.
llorando. La besaron, la abrazaron, la lloraron. La alegría era patente. Y
todos, dando gracias a Dios, regresaron a Añón, donde celebraron el feliz
encuentro con pastas y moscatel”.
“Dicen” –pareció querer finalizar Pedro- “que las piritas de Valjunquera
son las lágrimas de la niña que el Moncayo convirtió en esas formas
brillantes para que siguiendo su rastro pudiesen encontrarla”.
Llegado al final, Pedro bebió de un trago su vaso de tinto. Los demás
miraban de reojo el monte casi agradecidos por el final feliz de la leyenda.
Yo seguía en mi mesa asombrado por la narración. Tengo que escribir esa
leyenda me decía en mi interior.
Llamé a doña Mercedes para pagar la cuenta y salí de la fonda camino de
Litago. Otro día volveré a Trasmoz a relatarle al tío Juanín cuanto he oído.
Ya cansado por el viaje divisé a lo lejos la tenue luz del candil de la puerta
de entrada al monasterio. Estaba atardeciendo. Todo allí parecía haberse
sumido en el silencio. Era hora de oración y recogimiento para los monjes.
Franqueada la entrada me dirigí a mi celda casi sin darme cuenta de que
había cruzado un breve saludo con fray Alberto.
¡Cuantas leyendas he oído en estos pueblos! Parece como si el Moncayo
despertase la más profunda imaginación de la mente de las gentes de este lugar.
Tres golpes de un campanil indican la hora de acostarse. No tengo sueño y
enciendo la gastada vela que hay sobre mi mesa de escritorio. Fluyen bulliciosas
las ideas en mi cabeza que piden ser urgentemente escritas. Y lo hago.
Toda la noche anduve en sueños vagando por el Moncayo. Su atrayente
encanto convertía en llevadera mi pesada enfermedad. Su brisa llenaba mis
pulmones de un hálito de vida.
Hoy he despertado con el alba. Necesito sentir la vida diaria de estos
pueblos. Necesito el abrazo de sus gentes.

Fray Andrés ha preparado el desayuno como todos los días. Casi se queda
de piedra cuando me ha visto entrar en el comedor. “¿Qué hace usted tan
temprano? ¿Le ocurre algo?”... “No, fray Andrés. Hace una mañana estupenda
y hay que aprovecharla. Ya sabe usted, mejor que yo, que aquí en Veruela
cualquier rayo de sol, por tímido que sea, se aprovecha. Los inviernos son
duros pero la primavera tiene un colorido especial por estos lares”.
Los pueblos ya despiertan. Los abuelos se ajustan la boina y cargan sobre
su castigada espalda la azada para comenzar la labor. Las mujeres barren las
calles a la puerta de sus casas y los niños se apresuran para ir a las escuelas.
Es una mañana espléndida. Parece como si mi angustioso sentimiento
hubiese quedado esta noche dormido para siempre.
Me asomo por la huerta donde fray Anselmo entrecava los ajos con tanto
mimo que parece que estuviera acariciando la tierra. “¡Buenos días
hermano!”.
“¡Y buenos que están!”, me responde con esa sonrisa que nunca falta en
su boca. Los álamos se mecen con la suave brisa de la mañana. Y ahí esta,
al fondo, el Moncayo, con toda su majestuosidad.
Regreso a mi celda y abro este diario por su última página. Ayer –escriboescuché
una bonita leyenda de este lugar. Tal vez Pedro no sabe que su
fabulado relato deja ver algo que me ha impresionado. La unión de los
hombres y mujeres de estos pueblos. Cómo afrontan mano con mano los
problemas y cómo, siempre, esta montaña los protege.
Algún día volveré a mi tierra, espero que curado, pero jamás –estoy
seguro podré olvidar estas gentes. Estos pueblos con sus calles,
inmaculadamente cuidadas y floridas. Los arroyos con la frescura de un
agua pura que nace en lo más profundo del monte, los páramos y valles, la
belleza de los bosques mezclados los colores en las hojas, la armonía del
entorno, la singularidad del paisaje. Escribiré estas historias que he oído
contar, como ayer a Pedro y las lágrimas del Moncayo.

En Veruela, a 4 de Mayo del 1864.- Gustavo Adolfo-.








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